| SIMONE WEIL 
                   La acción 
                    en el mundo y el sacrificio creador de Dios  Por Cecilia 
                  Lammertyn                  
                
|   
  
                        
                        
                        
                             Simone 
                              Weil ( 1909- 43)
                           |                   
                                                       
                        
                Simone 
                  Weil pensó desde los ojos de las tormentas. Primero 
                  amó el estudio de la filosofía en el École 
                  Normale Supérieure. Luego, afiló conceptos 
                  para una crítica social. Pero creyó que las ideas 
                  sólo se legitiman cuando se encarnan en el sudor de una 
                  acción. Entonces, Weil no sólo criticó 
                  la enajenación del trabajo capitalista. También 
                  la padeció, por propia voluntad. Trabajó en fábricas 
                  y granjas. Participió en la Guerra Civil española. 
                  Pero la evidencia del sufrimiento, el misterio de su origen, 
                  estimuló el deslizamiento de Weil hacia un filosofar, 
                  impregnado de teología, donde Dios se sacrifica al renunciar 
                  a su permanecer encerrado en su unidad inmutable para así 
                  crear el mundo mediante la expansión de su ser. Nació 
                  así la Simone Weil de los textos filosóficos-religiosos 
                  como Carta a un religioso o La gravedad y la gracia, 
                  su más influyente obra.  Aquí 
                  presentamos una amplia y sólidamente documentada introducción 
                  a la vida y el pensar de esta especial filósofa realizada 
                  por Cecilia Lammertyn, estudiante de filosofía en la 
                  ciudad de Santa Fé, Argentina. E.I.
                
               SIMONE WEIL
               La acción en el mundo y el
                sacrificio creador de Dios
                               
               Por Cecilia Lammertyn                  
                     
              “A
              ellos les sucede cierto día que tropiezan con la realidad
              desnuda, una visión cualquiera, o una voz los arranca de su
              sueño que se llama yo, contemplan el rostro de la vida, su
              horrible y maravillosa grandeza, su inmensa plétora de dolor,
              aflicción, amor irredento y anhelo equivocado. Y ellos responden
              a la vista del abismo con el único sacrificio omnivalente y
              definitivo, con el sacrificio de su propia persona. Se ofrendan a
              los hambrientos, a los enfermos, a los viciosos, no importa
              quién, ellos se dejan atraer, succionar y devorar por toda
              deficiencia, toda desnudez, todo dolor. Éstos son los verdaderos
              amantes, los santos. Hacia ellos tiende toda la humanidad que
              aspira más que a la norma y a la rutina, ganados por su
              sacrificio. Todo otro sacrificio pequeño adquiere valor y
              sentido, en ellos se cumple y justifica todo el problema de los
              solitarios, de los superdotados, de los difíciles y a menudo
              desesperados. Pues el genio es amor, es anhelo de abnegación y no
              se satisface sino en este último y total holocausto”.
              Hermann Hesse, en una carta dirigida a un joven de 18 años;
              Montagnola (Suiza), 28 de febrero de 1950. Si
              existen pensadores cuya obra es difícil de clasificar dentro de
              una tendencia filosófica, el caso de la filósofa francesa Simone
              Weil es especialmente paradigmático. Lo vasto que dejó escrito y
              fue publicado en su mayoría póstumamente jamás se podría
              entender si no es a la luz de su experiencia de vida. Dotada de
              una extraordinaria sensibilidad humana y de una profunda y
              dolorosa consciencia de los males que aquejan a nuestra época,
              Simone, en toda la complejidad de su pensamiento y actitud de
              vida, nunca podría ser calificada sólo como una activista social
              marxista ni tampoco sólo como una conversa al cristianismo que
              llegó a ser una de las pocas místicas que registra el siglo XX.
              Salir de estas dos lecturas convencionales y reduccionistas nos
              permitirá comprender el hondo sentido de humanidad y de fe que
              vibra en la vida y obra de esta -siempre considerada- “extraña”
              y “exagerada” mujer. Simone
              Weil nace el 3 de febrero de 1909 en París, en el seno de una
              familia judía agnóstica. Crece en un ambiente familiar de
              contención y afecto que fomenta su desarrollo intelectual. Su
              padre, médico, se moviliza con frecuencia de ciudad en ciudad
              escapando de la primera guerra mundial. Su hermano André se
              convierte en un matemático brillante y precoz, hecho que algunos
              biógrafos de Weil señalan como el origen de su arrolladora
              auto-exigencia personal que en parte podría explicarse por su
              inclinación a compararse con su hermano (incluso cuando ella
              misma también es intelectualmente precoz). De pequeña suele
              enfermarse con frecuencia, pero en ella se manifiestan desde
              temprano un gran potencial intelectual así como una inmensa
              capacidad de conmoverse ante las situaciones adversas. (Una
              anécdota refiere que a la edad de cinco años, viendo el
              infortunio de otros niños de su edad, decide privarse de
              golosinas). Durante
              su adolescencia estudia con gran entusiasmo literatura y
              filosofía clásicas. Bajo el impulso intelectual de sus padres va
              pasando por los más prestigiosos liceos donde recibe una fuerte
              cultura humanista de la mano de sus profesores René Le Senne y
              “Alain” (Émile Chartier). Con este último mantendrá una
              amistad duradera que se manifestará en una asidua
              correspondencia. Durante esta época en los liceos, se
              entusiasmará con la lectura de los diálogos de Platón y
              también con Descartes, Kant y Spinoza, al mismo tiempo que
              comienza a familiarizarse con la doctrina marxista. A los 19 años
              Simone ingresa con la calificación más alta a la École Normale
              Superiore (seguida, en segundo lugar, por Simone de Beauvoir). En
              uno de sus escritos autobiográficos, Beauvoir comenta sobre ella:
              “me intrigaba por su gran reputación de mujer inteligente y
              audaz. Por ese tiempo, una terrible hambruna había devastado
              China y me contaron que cuando ella escuchó la noticia lloró.
              Estas lágrimas motivaron mi respeto, mucho más que sus dones
              como filósofa. Envidiaba un corazón capaz de latir a través del
              universo entero”. En esta época comienzan sus agudos dolores de
              cabeza producto de una sinusitis crónica que no le abandonarán
              jamás. Se recibe a los 21 años en 1930 con notas brillantes y en
              1931 obtiene su agregación en filosofía con la tesis Ciencia
              y percepción en Descartes. Ese mismo año comienza su carrera
              docente como profesora de filosofía en el liceo para jóvenes
              mujeres de la ciudad de Le Puy. Un
              año después, en 1931, encabeza una manifestación de protesta de
              obreros desempleados. Este hecho -que es inaceptable para un
              funcionario de gobierno- ocasiona el traslado inmediato de Simone,
              por parte de las autoridades educativas, hacia el liceo de
              señoritas de Auxerre. Durante
              estos años se desarrolla su pensamiento social y político en
              relación con el trabajo y la condición de opresión de los
              obreros, siguiendo la fuerte impronta marxista que ha recibido en
              su educación. Simone piensa que el trabajo manual debe
              considerarse como el centro de la cultura. La ciencia debe
              perfeccionar la técnica, pero ésta no tiene que instaurar su
              poderío deshumanizando al trabajador, sino que debe ser siempre
              un instrumento para mejorar y facilitar el trabajo. Pero este
              mejoramiento no debe producirse meramente en vistas a aumentar el
              rendimiento del trabajo y de la producción, sino que siempre debe
              estar en relación con las necesidades del trabajador. Simone
              sostiene que la creciente separación a lo largo de la historia
              entre la actividad manual y la actividad intelectual ha sido la
              causa de la relación de dominio y poder que ejercen los que
              manejan la palabra sobre los que se ocupan de las cosas. En
              estos años, Simone organiza -aparte de sus clases- cursos
              destinados a educar y concientizar a los obreros. (Ésta es una
              experiencia que ella había iniciado cuando tenía 18 años. Junto
              con su hermano y unos amigos de ambos; formaban un equipo que
              enseñaba todo tipo de conocimientos a la gente más humilde y que
              se auto-denominaba “Grupo de educación social”). Les enseña
              la doctrina marxista, economía, matemáticas, literatura y
              conocimientos básicos. Cree que una revolución bien preparada
              con conciencia puede liberar a los obreros de su opresión y
              humillación. Sin ser totalmente comunista apoya a los sindicatos
              y se asocia a algunos de ellos. Escribe en publicaciones
              sindicalistas intentando alertar contra los peligros del
              dogmatismo comunista: la excesiva confianza colocada en la
              capacidad de los obreros para auto-organizarse y lograr la
              emancipación, la burocratización del estado comunista, la
              irracionalidad de los partidos políticos, etc. Como consecuencia
              de estas audaces actividades, mantiene continuas discusiones con
              las autoridades educativas en relación a su accionar político y
              docente. En 1933, nuevamente es trasladada hacia el liceo de
              Roanne y años más tarde, a Bourges y luego a Saint-Quentin. El
              último día de diciembre de ese año, se encuentra con Trotsky en
              París con quien polemiza sobre el marxismo, la situación
              socio-política rusa y el pensamiento estalinista. Este encuentro
              ocasiona una gran desilusión en Simone para quien Trotsky había
              sido un ejemplo de revolucionario. Terminan en una discusión en
              la cual el líder ruso la acusa de ser una “burguesa intelectual”,
              mientras que ella descubre en él oscuras motivaciones personales
              de poder. A partir de este enfrentamiento, Simone termina de
              convencerse de que su lucha por la liberación del trabajador debe
              ser emprendida siempre desde el contacto directo y la
              compenetración con los obreros y su situación de pobreza y nunca
              desde el peligroso liderazgo político que surge a partir de
              ciertas visiones intelectualizantes de la injusticia y la
              opresión social. Como
              producto de toda esta experiencia como activista vinculada a los
              sindicatos de trabajadores, escribe en 1934 Reflexiones sobre
              las causas de la libertad y la opresión obrera (versión
              castellana: Paidós, 1995). En esta obra, Simone emprende una
              lúcida y poderosa crítica a la doctrina marxista, a la vez que
              expone sus propias ideas acerca de las causas de la opresión así
              como también su propia formulación teórica de una hipotética
              sociedad libre. Muchos de los puntos sobre los que se centran las
              críticas de Weil adelantan la posición de lo que hoy se denomina
              como post-marxismo: la creencia en un progreso histórico
              ilimitado al que los hombres se subordinan, el reduccionismo a un
              materialismo económico que no tiene en cuenta otras dimensiones
              más profundas en las que se manifiesta la explotación
              capitalista, el mecanicismo naturalista en la concepción de las
              transformaciones sociales, la creencia en el crecimiento ilimitado
              del rendimiento productivo, la confianza puesta en la capacidad de
              organización de las clases obreras, etc. Frente
              a estas críticas, Simone propone que para mejorar la
              organización de la producción es necesaria una comprensión
              profunda del mecanismo de la opresión así como de la manera en
              que se vincula con el régimen de producción. Cree que la
              opresión tiene su expresión primera en la supremacía de la
              necesidad que la naturaleza impone al hombre. Sin embargo,
              progresivamente el ser humano la iría dominando y desacralizando,
              produciendo en él una aparente sensación de emancipación
              creciente. Pero esta sensación no es más que ilusoria: como dice
              Fernández Buey1, “la acción humana sigue siendo en
              general pura obediencia al aguijón brutal de la necesidad
              inmediata con la diferencia de que en vez de estar acosado por la
              naturaleza el hombre está acosado por el hombre”. Este tipo de
              opresión viene dado por el poder. El autor anterior dice2:
              “el poder encierra una especie de fatalidad que pesa tan
              implacablemente sobre los que mandan como sobre los que obedecen.
              De este modo el más funesto de los círculos viciosos arrastra a
              la sociedad entera detrás de sus amos en una ronda insensata.
              Nunca hay poder sino solamente carrera hacia el poder y una
              carrera sin término, sin límite y sin medida, como no hay
              límite ni medida a los esfuerzos que exige”. Esta carrera sin
              término hacia el poder es lo que va creando y perfeccionando de
              manera permanente los instrumentos de dominación (entre ellos los
              medios de producción). El mejoramiento de estos instrumentos
              -para lo cual la técnica deshumanizante contribuye- es
              precisamente aquéllo por lo cual se genera la opresión: oprimido
              y opresor se convierten en meros juguetes de los instrumentos de
              dominación. De este modo, se subordina la condición humana en su
              plenitud vital a estar al servicio de un proyecto técnico
              unívoco e inerte. Simone destaca particularmente el hecho de que
              en esta planificación mecánica, el cuerpo -que naturalmente es
              un misterio- se convierte en un dócil intermediario entre el
              pensamiento tecnificante y los instrumentos, porque su movimiento
              programado contribuye a la aplicación exitosa de esta
              tecnocracia. No
              obstante, Simone afirma que el impulso de libertad inherente al
              hombre, jamás podrá ser eliminado por la opresión. Piensa que
              la libertad es una facultad que le ha sido dada al hombre para
              compensar su constitutiva limitación al no poder llevar a cabo el
              máximo acto creador: poder otorgarse a sí mismo la existencia.
              Pero precisamente la libertad, entendida como libre acto creador
              del pensamiento, si le da la posibilidad al hombre de ser el
              artífice de sus propias circunstancias. Por ello, la sociedad
              utópica que plantea Simone es aquélla en la que las condiciones
              materiales son exclusivamente obra del pensamiento sobre la
              acción. No un pensamiento deshumanizante, sino el que parte de
              considerar a la libertad como una facultad que debe ampliar las
              posibilidades de la experiencia de cada individuo. En este
              sentido, una de las preocupaciones capitales de Weil es la
              distancia que parece haber entre el pensamiento y la acción. Por
              esta razón, sus formulaciones en este período se dirigen a
              tratar de concebir una sociedad -funcionando no como un ideal
              realizable, pero sí con una tarea regulativa- que se sostenga
              sobre la base de la acción individual autónoma y crítica y
              sobre la concepción de una ciencia centrada en el mejoramiento de
              las condiciones concretas de los individuos. Subraya
              enfáticamente que una verdadera revolución social y laboral
              tiene que ir acompañada de una rigurosa reforma de la ciencia y
              la tecnología. Simone destaca fuertemente el hecho de que la
              colectividad no piensa y por ello la organización de la sociedad
              ideal debe apoyarse sobre los hombres considerados como individuos
              y en su esfuerzo consciente. Debido a la necesaria primacía de
              una constante reflexión para lograr la acción razonable, Reflexiones
              sobre las causas de la libertad y la opresión obrera refleja
              a una Simone más técnica y científica, preocupada por elaborar
              una propuesta teórica concreta que fundamente y guíe su ilusión
              revolucionaria. Sin
              embargo, Simone sostiene que no puede hablar del trabajo y de la
              condición obrera como intelectual sin haber experimentado ella
              misma la situación concreta de la opresión a la que se somete el
              trabajador todos los días. Por ello, en 1934, pide licencia
              docente e ingresa a trabajar como operaria en la compañía
              eléctrica de Alshtom en París, con la esperanza de poder
              observar desde cerca qué modificaciones deberían hacerse para
              mejorar la condición de los obreros. En 1935 se traslada a una
              fábrica metalúrgica y a mediados de ese mismo año ingresa a la
              fábrica Renault en Boulogne-Billancourt. En ellas trabaja
              a un ritmo agotador todo el día en cadenas de montaje o en
              prensas industriales. Vive en un barrio obrero en una pequeña y
              humilde habitación que alquila. Ninguno de sus compañeros de
              trabajo sabe de su verdadera identidad ni de las razones por las
              que está entre ellos. Mientras tanto, su salud se deteriora; el
              dolor de cabeza se intensifica debido al fuerte ruido de las
              máquinas. Su falta de fuerza física, su escasa salud determinan
              su despido a fines de 1935 a raíz de su bajo nivel de
              producción. Como fruto de esta dura experiencia resulta Ensayos
              sobre la condición obrera (versión castellana: Nova Terra,
              1962), una recopilación de cartas escritas entre 1934 y 1936, del
              diario que Simone lleva sobre su vida en la fábrica en 1934 y
              ensayos sobre la condición obrera realizados entre 1936 y 1942. El
              trabajo fabril durante un año se convierte en una experiencia
              decisiva en la vida de Simone y anuncia el comienzo de una etapa
              difícil, marcada por el desánimo y la angustia. Descubre que la
              condición de opresión y esclavitud a la que están sometidos los
              obreros no es meramente una vicisitud o consecuencia de
              determinadas condiciones sociales, históricas o económicas que
              una revolución bien preparada podría transformar en pos de
              obtener la libertad. Al haber sufrido ella misma en carne propia
              la humillación que experimenta el obrero, la esclavitud se le
              presenta como un verdadero drama individual que impregna y degrada
              toda la existencia. La opresión no es una circunstancia laboral
              contingente sino que asume la gravedad de ser una condición
              ontológica, un modo de estar y percibir el mundo. “El que tiene
              los miembros deshechos por una jornada de trabajo, es decir una
              jornada en la que ha estado sometido a la materia, lleva en
              su carne como una espina la realidad del universo. Para él la
              dificultad es mirarlo y amarlo” -dirá Simone en A la espera
              de Dios, un escrito posterior (la cursiva es nuestra). Años
              más tarde, en una carta dirigida a su amigo, el sacerdote
              dominico J. M. Perrin, dirá lo que para ella significó el
              trabajo obrero: “Cuando entré en la fábrica ... la desgracia
              penetró en mi carne y en mi alma. Nada me separaba
              de ella, puesto que realmente había olvidado mi pasado y no
              esperaba ningún futuro, ya que difícilmente podía imaginar la
              posibilidad de sobrevivir a esas fatigas. Lo que he sufrido allí
              me ha marcado de una forma tan duradera, que aún hoy, cuando un
              ser humano, sea el que fuere y en cualquier circunstancia, me
              habla sin brutalidad, tengo la impresión y no puedo remediarlo,
              de que hay un error ... Allí he sido marcada, y para siempre, con
              la impronta de la esclavitud ... Desde entonces siempre me
              he visto como una esclava”3 (la cursiva es nuestra). En
              los Ensayos sobre la condición obrera, Simone determina
              que la opresión viene dada por varias circunstancias: la
              velocidad exigida en la producción, por la cual el trabajador
              queda sometido a la máquina, la humillación de las órdenes de
              la patronal, la completa marginación del obrero en la toma de
              decisiones y lo más terrible de todo, la perpetua fatiga e
              inanición con las que vive el trabajador, por las cuales le es
              imposible pensar, a la vez que le hacen perder el sentimiento del
              valor y dignidad de la propia vida y los deseos y esperanzas de
              revertir tal situación. (En 1936, Simone asistirá a una
              proyección de la película Tiempos modernos de Charles
              Chaplin, con la cual quedará admirada por la fidelidad con la que
              se retrata el sometimiento de los obreros a las máquinas y en
              general, las condiciones infrahumanas de la vida fabril). En
              1936, retoma la docencia en institutos, pero su debilidad le
              impide continuar y por ello pide una licencia por mala salud
              durante un año. Mientras tanto, su esperanza en la revolución
              liberadora se va disolviendo (“No es la religión, sino la
              revolución el opio del pueblo” -dirá Simone más tarde4)
              y su visión del futuro se llena de un negro pesimismo. En efecto,
              el panorama internacional se ve amenazado por la inminencia de los
              totalitarismos en Italia y Alemania y se vive un clima apremiante
              de sospechas e intrigas políticas. Simone se muestra
              especialmente preocupada por el inexplicable apoyo manifestado por
              el pueblo alemán al ascenso del nacionalsocialismo. Por ello en
              1932 había viajado a la Alemania nazi -cuando Hitler ya era el führer
              y la persecución racial e ideológica ya estaba en marcha- como
              corresponsal de una revista francesa, tratando de determinar la
              razón por la cual los obreros alemanes apoyan al régimen nazi.
              Concluye que ésto se debe a la tendencia intrínseca de los
              partidos políticos de izquierda a seguir las propuestas más
              absurdas y así a anular la capacidad crítica y la libertad de
              cada individuo. Por otra parte, Simone había manifestado su
              inquietud por el rechazo de la Rusia Soviética a acoger a los
              comunistas alemanes que escapaban de la persecución nazi.
              Presiente la alianza de la URSS con Alemania, hecho que se
              concretaría en 1939, cuando ambos países firmarían un pacto que
              aseguraba el mantenimiento de relaciones comerciales y el reparto
              de un país tan golpeado como Polonia. Simone había advertido la
              completa tergiversación de los ideales comunistas en las manos de
              la dictadura absolutista de Stalin y en su condición provisoria
              de periodista, se atrevió a denunciar públicamente los crímenes
              de su régimen, comparándolos directamente con los que cometen
              los nazis. Sin
              embargo, su participación más comprometida tiene lugar en la
              Guerra Civil española. En agosto de 1936, llevada por un
              impetuoso sentimiento de deber, se alía a una de las llamadas
              brigadas internacionales que apoyan a los republicanos
              anarquistas. Se desempeña como periodista voluntaria en Barcelona
              y se incorpora al combate armado en Aragón. Allí aprende a usar
              el fusil pero nunca se atreve a dispararlo. De esta cruda
              experiencia, le queda el amargo sentimiento de la brutalidad y del
              sin sentido de la guerra. Observa, profundamente anonadada, cómo
              en el campo de batalla hasta el más básico principio humanitario
              es dejado de lado ante la arrasadora consigna de matar y asegurar
              la supervivencia individual o grupal. Frente a esta drástica
              alienación de la alteridad, la reducción a cero de cualquier
              sentimiento fraterno, cualquier reconocimiento de la humanidad del
              adversario, cualquier valor, Simone siente frustrada su
              participación en esta guerra y se niega a celebrar las pequeñas
              victorias bélicas de su grupo. Considera que también el vencedor
              que parece “justo” recurre al ejercicio del poder y se
              regocija en el sometimiento y humillación del otro. Esta
              injusticia deshumanizadora de la guerra la impulsa a estudiar en
              la historia los casos en los cuales los pueblos quedan sujetos al
              dominio de otros más fuertes. Pone especial interés en las
              civilizaciones antiguas que se habían mostrado pacíficas y
              respetuosas de la vida en todas sus formas. En cambio, encuentra
              que otras como la romana o la judía -de la que paradójicamente
              ella desciende- son ejemplos históricos de aquel instinto
              gregario del hombre hacia la colectividad por el que se oprime al
              prójimo y se elude la responsabilidad individual. “Roma es el
              gran animal ateo, materialista, que sólo se adora a sí mismo.
              Israel es el gran animal religioso. Ni uno ni otro es amable. El
              gran animal [en referencia a la “masa” del pueblo tal cual es
              descripta en República VI (443b)] es siempre repugnante”5. Una
              grave quemadura en el pie la obliga a abandonar el frente y a
              retornar a Francia. Nuevamente se incorpora a la docencia, pero
              continuamente debe pedir licencias por su deteriorada salud.
              Atraviesa el momento más crítico de su vida y la desesperación
              y la desesperanza hacen presa de ella. Se encuentra completamente
              sola sin ningún tipo de apoyo hacia su lucha y su pensamiento.
              Ante las enormes críticas que la acusan de “individualismo”,
              “utopismo”, “pequeño burguesa”6 recibidas incluso
              de los mismos trabajadores que ella pretendía defender, Simone
              siente que su lucha ha sido en vano. Algunos comentadores de Weil
              marcan este año, 1937, como el punto en el que su pensamiento
              comienza a dar un viraje desde preocupaciones socio-éticas a
              preocupaciones, como dice Fernández Buey7 “ético-estéticas”
              o “ético-religiosas”. Como
              señala el mencionado autor tres son las experiencias que
              estimulan este cambio. La
              primera de ellas transcurre en 1935, durante un breve viaje que
              Simone realiza con sus padres hacia Portugal y España, en el
              intento de restablecer la salud perdida de la hija después de la
              dura experiencia vivida en la fábrica. En un pueblito pobre de
              Portugal, una noche de luna llena a las orillas del mar, Simone
              observa en su soledad una procesión católica popular de humildes
              mujeres de pescadores, que portando cirios encendidos, van
              entonando cantos litúrgicos. La solemnidad, sencillez y belleza
              de la escena la impresionan profundamente. Le hacen reparar por
              vez primera en el fenómeno de la fe cristiana y experimenta una
              extraña sensación de comunión con aquellas peregrinantes.
              Retomando el famoso pensamiento de Nietzsche dice en una de sus
              cartas: “tuve de pronto la certeza de que el cristianismo es por
              excelencia la religión de los esclavos, que los esclavos no
              podían dejar de seguirla ... y yo entre ellos”8. En
              efecto, después de su larga experiencia al lado de los obreros,
              Simone siente que también ella es una esclava; pero esta
              constatación no la conduce a una suerte de tentativa de
              subversión de los valores para lograr la liberación o
              emancipación del individuo. El sufrimiento psíquico, moral y
              espiritual de la opresión no puede enfocarse desde un impulsivo
              intento por suprimirlo, sino que para Simone, trae consigo el
              auténtico desafío de experimentarlo para penetrar en la hondura
              de su fatalidad. La experiencia de este dolor es además
              para ella, la vía genuina para sentirse en humana correspondencia
              con los más desdichados. La
              segunda experiencia ocurre en la primavera de 1937, cuando Simone
              deja de dar clases a raíz de recaídas en su salud y entonces se
              le presenta la oportunidad de viajar a Italia. En el pueblo de
              Asís visita la capilla románica de Santa María de los Ángeles
              que había sido frecuentada por San Francisco de Asís. Por esa
              época Simone ya está interesada en el cristianismo y se dedica a
              estudiar la vida de pensadores y mártires cristianos. Queda
              profundamente impresionada por la pureza de vida que había
              llevado San Francisco. Ante la belleza sencilla del estilo
              románico y en el presentimiento de la presencia pasada de Asís,
              Simone siente por primera vez en su vida la necesidad de
              arrodillarse y rezar. La
              tercera experiencia, que es la más intensa y mística, tiene
              lugar en la abadía francesa benedictina de Solesmes, durante los
              oficios religiosos de Pascua en 1938. En medio de terribles
              dolores de cabeza, Simone escucha el canto de los monjes
              gregorianos. Dice en A la espera de Dios: “tenía unos
              dolores de cabeza fortísimos; cada sonido me dolía como un
              golpe; sólo un extremo esfuerzo de atención me permitía salir
              de esta miserable carne, dejarla que sufriera sola, acurrucada en
              su rincón, y encontrar una alegría interior pura y perfecta en
              la inaudita belleza del canto y las palabras. Una experiencia que
              me permitió por analogía amar el amor divino a través de la
              desgracia”9. Lo que Simone siente en ese momento es el
              peso de todo el dolor de la humanidad que ella ha recogido en su
              experiencia y en el paroxismo de su sufrimiento, se le revela la
              condición también sufriente de Cristo. Dice ella misma: “la
              Pasión de Cristo entró en mi ser de una vez y para siempre”;
              “el mismo Cristo descendió y me tomó”10.
              Descripciones como éstas han sido interpretadas como verdaderas
              visiones producto de un éxtasis místico; sin embargo, es
              difícil determinar el carácter de lo que Simone experimentó,
              dado que de por sí su escritura se caracteriza por una intensidad
              poética llena de vivacidad y alusiones metafóricas. Estas
              tres experiencias contribuyeron a que el pensamiento de Weil se
              oriente hacia lo religioso, atendiendo al problema del dolor y al
              problema de la consideración de lo humano desde el punto de vista
              de lo trascendente. A partir de esta segunda etapa sus escritos se
              caracterizarán por cierta ambigüedad entre una actitud
              agnóstica y una actitud de fe que aspira hacia una visión
              sobrenatural. Al mismo tiempo, abandonarán el tono científico y
              planificador de sus primeras obras, impregnadas por una marcada
              tendencia hacia la posición de un sindicalismo anarquista de
              corte reformista. En cambio, adoptarán un tono más intimista,
              doloroso y fuertemente subjetivo. Su escritura se convertirá en
              un vivo esfuerzo por lograr lo que ella llamaba “desnudez” en
              la expresión: el intento por plasmar con pureza y transparencia
              el “ser interior íntegro”. Simone
              ve en el cristianismo no a un culto y un dogma establecidos, sino
              una tradición cultural, cuyo sentido no es prescriptivo sino estético.
              La visión cristiana encarna aspiraciones universales que también
              están presentes en el pensamiento de otras culturas y en otras
              épocas. Así Simone, en similitud con los primeros cristianos
              tales como San Justino o San Clemente de Alejandría, considera
              que la actitud cristiana hacia la verdad es equiparable con la de
              los griegos y con cualquier búsqueda auténtica de lo
              trascendente (incluyendo la tradición de pensamiento oriental).
              Esta “universalidad vocacional” -como Fernández Buey la llama11-
              que estuvo presente y fue afirmada en los textos de los primeros
              cristianos es posible sobre la base de la idea un hombre
              universal. En efecto para este cristianismo ecuménico, el hombre
              es uno en su condición de fragilidad, en su vivencia física y
              espiritual del dolor y en su aspiración intrínseca hacia lo
              trascendente. Precisamente, esta búsqueda de lo trascendente
              permite hablar de una comunión universal entre los hombres; algo
              parecido a la “Ciudad de Dios” de San Agustín, cuyos
              integrantes estaban dispersos por el mundo en tácita afinidad de
              espíritu y a la espera paciente de las señales de Dios. Pero
              sin duda, lo que más interesa a Simone del cristianismo es la
              manera en que comprende el dolor y la infelicidad del hombre. Se
              trata de una de las religiones que -al menos en sus orígenes- le
              otorga al sufrimiento un carácter ontológico, inherente a la
              constitución real del hombre. El dolor no es producto de un
              estado ilusorio, un defecto de la percepción que podría
              eliminarse ascendiendo a un modo superior de existencia. Él tiene
              su origen en la condición carnal del hombre, en su facticidad
              material. Para la visión cristiana, carne, pecado, mal y
              sufrimiento están indisolublemente ligados y si bien pueden
              eliminarse provisionalmente o al menos atenuarse por los efectos
              de la gracia divina, la posibilidad de su completa supresión
              implica la elaboración de una teología de la salvación que se
              manifiesta como promesa escatológica en un tiempo trans-histórico
              ajeno a la voluntad humana. Así
              como el dolor parece ser inherente al hombre, así también lo es
              la desdicha. Para Simone la desdicha es la marca misma de
              la esclavitud. Pero la esclavitud ya no es sólo el modo de estar
              en el mundo propio del trabajador oprimido, sino la condición
              ontológica misma del ser humano en tanto vive sometido a las
              fuerzas de la necesidad, a la mecanicidad fatal que gobierna no
              sólo el mundo, sino al universo. El desdichado es aquél que vive
              en la permanente evidenciación consciente de su propia esclavitud
              espiritual. La desdicha es un estado crónico que acompaña al
              dolor físico, pero que a diferencia de éste deja una huella
              duradera en el alma. Como dice Fernández Buey12: “la
              desdicha es desarraigo de la vida, un equivalente atenuado de la
              muerte ... alcanza [la vida] directa o indirectamente en todas sus
              partes, social, psicológica, física; ... inyecta en el alma el
              veneno de la inercia. Es ante todo anónima, nos priva de
              personalidad y nos convierte en cosas”. El
              reconocimiento de la realidad efectiva y universal del dolor y de
              la desdicha dentro de este cristianismo ecuménico que sostiene
              Simone, permite la posibilidad de un verdadero diálogo y
              comprensión mutua entre los seres humanos sin importar en qué
              circunstancias culturales, sociales, políticas, etc. se
              encuentren. Mientras
              tanto en septiembre de 1939, la segunda guerra mundial es
              declarada. Nuevamente el presentimiento del horror de la guerra
              obliga a Simone a retornar a París y a estar allí espectante de
              su desenvolvimiento. Escribe Reflexiones sobre los orígenes
              del hitlerismo y La Ilíada o el poema de la fuerza que
              aparecen en diversas revistas y que son redactadas a propósito de
              su asombro frente a la inexplicable irracionalidad de la guerra
              alemana. Pero
              es un año más tarde, en 1940, con la invasión de Hitler al
              norte de Francia, cuando comienza una verdadera tragedia para el
              pueblo francés. Los dirigentes franceses declaran la rendición
              de su país frente a los alemanes y éstos permiten la
              auto-gestión del sudeste francés a cargo del mariscal francés
              Philippe Petain con capital en Vichy. Sin embargo, no todos los
              franceses aceptan pasivamente esta situación y entre ellos el
              general Charles De Gaulle se convierte en líder de la
              resistencia. Viaja a Londres y allí funda el movimiento de
              resistencia contra los alemanes Francia Libre, que tiene
              como objetivo derrocar al régimen nazi y liberar a este país. Después
              de la rendición del gobierno francés, Simone y su familia se
              trasladan inmediatamente a Vichy. Allí escribe polémicos
              artículos para revistas literarias como Cahiers du Sud,
              asociada a un grupo de resistencia. Intenta retomar la enseñanza,
              pero a raíz de la política anti-judía de Vichy se le niega todo
              cargo docente. Con una peligrosa audacia, Simone se atreve, por
              medio de cartas, a reclamar a las autoridades el trato injusto e
              inhumano que reciben no sólo los judíos sino también sus
              compatriotas. Cuando la situación de los judíos franceses se
              vuelve insostenible, Simone cede ante los ruegos de su familia de
              abandonar tal lugar y parte para Marsella en octubre de 1940. El
              año que Simone pasará en Marsella estará marcado por una
              intensa renovación espiritual. Allí conoce al sacerdote dominico
              J. M. Perrin, en quien encuentra a un fiel interlocutor para
              canalizar sus profundas inquietudes espirituales. Testimonio de la
              riqueza de sus diálogos son las cartas que Simone le escribe, hoy
              reunidas junto a otros escritos en la obra compilada A la
              espera de Dios (versión castellana: Trotta, 1998). Perrin
              -como dice Scarinci de Delbosco13- “con extrema
              delicadeza intent[a] liberar el pensamiento religioso de Simone
              Weil de sus tendencias al catarismo y al estoicismo”. Además,
              trata de hacer que Simone se bautice y entre así a la comunidad
              de la Iglesia católica. Sin embargo, ella se resiste, dado que
              piensa que sería una traición a su aspiración universalista de
              corresponder a todas las tradiciones de pensamiento que para ella
              siguen una misma línea, en tanto buscan el bien dejando de lado
              el desprecio a los desdichados, la gloria personal y el uso de la
              fuerza y el poder para someter al otro. En
              Marsella, Simone también siente la necesidad de acompañar a los
              trabajadores más humildes y por eso decide compartir la tarea
              agrícola en el campo. Por intermedio del padre Perrin, Simone se
              hospeda en la granja vitivinícola de Gustave Thibon, un escritor
              católico que organiza trabajo comunitario. Al principio, Thibon
              mira con desconfianza a Simone y su actitud intelectual un tanto
              subversiva le despierta antipatía. Igualmente ocurre con los
              trabajadores que ven inmiscuirse en sus tareas a una mujer con tan
              poca aptitud física y que parece sospechosamente “extraña”
              en cuanto a su modo de pensar y actuar. Sin embargo, el trato
              paciente y afectuoso de Simone hará que poco a poco gane la
              confianza de sus huéspedes. Incluso Thibon llega a convertirse en
              un gran amigo de ella, profesándole una gran admiración. (“No
              he encontrado jamás en un ser humano semejante familiaridad con
              los misterios religiosos; jamás la palabra ‘sobrenatural’ me
              ha parecido tan henchida de sentido como a su contacto -declarará
              posteriormente Thibon14). Una prueba de la confianza que
              Simone le tiene al escritor es el hecho de que será a él a quien
              le confiará sus escritos de ese año y de otros anteriores (que
              él conservará y publicará en 1947 con el título La gravedad
              y la gracia, acompañado de un conmovedor prólogo de su
              autoría que impacta por la intimidad y profundidad con las que
              realiza su propia semblanza de Simone). También
              durante este año se da su mayor actividad intelectual. Comienza a
              estudiar sánscrito con la ayuda de un antiguo compañero de
              liceo, René Daumal, con el propósito de leer la Bhagavad Gītā
              (texto que había comenzado a leer un año antes). Por intermedio
              de Daumal, Simone tiene la oportunidad de conocer y trabar amistad
              con Giuseppe Lanza del Vasto, el discípulo de Gandhi que,
              conservando una visión católica de base, también se propone
              luchar en Occidente contra la guerra, la violencia, la miseria y
              toda forma de opresión. Asimismo, Simone accede a la lectura del Tao
              Te Ching, de los libros de las Upanishads, el Libro
              tibetano de los muertos y a otras lecturas de origen oriental
              o extra-occidental. Por otra parte, su antiguo interés por la
              filosofía griega se acrecienta, especialmente respecto a Platón
              y a los pitagóricos en torno a sus formulaciones de la belleza y
              la armonía matemática del universo. Simone piensa que la pureza
              se expresa como belleza y el pensamiento de la existencia de lo
              puro es lo que hace que el desdichado pueda soportar su opresión.
              “Nada hay puro en este mundo, salvo los objetos y los textos
              sagrados, la belleza de la naturaleza (sí se la contempla en sí
              misma, sin tratar de alojar en ella las fantasías propias) y, en
              menor grado, los seres humanos en los que Dios habita y las obras
              artísticas surgidas de la inspiración divina” (Pensamientos
              desordenados)15. Por eso, Simone siente que su
              principal tarea es tratar de volver accesible a los más excluidos
              aquellas obras que reflejan con su belleza la pureza y que ayudan
              a hacer más soportable la existencia. Se propone compartir la
              lectura de obras literarias griegas tratando de transmitirlas
              directamente en griego. Cree en el poder de las recitaciones
              litúrgicas y por ello reza, junto a los campesinos, el padre
              nuestro también en griego. Entre
              1941 y mediados de 1942, Simone escribe una gran cantidad de
              artículos acerca de la filosofía cristiana, la poesía mística
              cristiana (San Juan de la Cruz especialmente), la literatura
              griega, la ciencia moderna y sus últimos desarrollos teóricos,
              sobre la matemática (estimulada por la densa correspondencia con
              su hermano André), sobre cuestiones de didáctica, etc. Pero
              es sin duda durante estos dos años cuando más escribe acerca de
              su pensamiento teológico-místico, expuesto mayormente en sus
              obras compiladas A la espera de Dios y La gravedad y la
              gracia. Se trata de una visión que a la vez original, resulta
              muy difícil de abordar. No es posible hallar en ella
              sistematicidad ni plena coherencia; incluso parece poder
              encontrarse un uso deliberado de la contradicción
              (característica propia de todo pensamiento que pretende acceder a
              lo sobrenatural). Pero en Simone la contradicción se torna
              especialmente evidente porque en su caso no se puede hablar de una
              entera conversión al cristianismo ni tampoco siquiera de una
              afirmación rotunda de la existencia de Dios. (Habría que
              considerar si en la experiencia mística auténtica tales “requisitos”
              se muestran como indispensables, dado que la intensidad de la
              vivencia podría borrar la aparente importancia de las
              categorizaciones que esos requisitos implican). Además, su
              misticismo está impregnado de una permanente oscilación entre la
              consciencia de la trascendencia radical de este mundo del bien, la
              pureza y lo sobrenatural, por un lado (“El ser y el bien [a
              propósito de lo que dice Platón en los libros VI y VII de la República]
              están en otra parte”16; “‘Nuestro Padre que está en
              los cielos...’ dice el Pater nostrum. Ese es el padre que
              está en los cielos. No en otros lugares. Si creemos tener un
              padre aquí abajo, ese no es él, es un falso Dios” (La
              gravedad y la gracia)17) y el amor por la realidad
              concreta hasta en su extrema sordidez en una especie de fervor
              inmanentista que se propone aceptar el mundo tal cual es. En
              La gravedad y la gracia (versión castellana: Trotta,
              1998), Simone introduce dos principios que se volverán
              fundamentales en sus últimos escritos: gravedad (pesanteur)
              y gracia (grâce). La
              gravedad es una especie de fuerza o impulso natural -que en
              analogía con la gravedad de la tierra- domina al alma. Se expresa
              en un conjunto muy amplio de comportamientos y situaciones humanos
              y no se relaciona con la definición de un mal moral. La gravedad
              es un producto de la necesidad que gobierna el universo, la
              mecanicidad y la consecuente fatalidad de los
              procesos ya sean físicos, naturales, como humanos: sociales,
              históricos, culturales o individuales-internos. El ser humano
              está sometido a la gravedad -a esa fuerza que pesa reduciendo su
              libertad- por la facticidad que genera el mero hecho de existir.
              El sometimiento esencial del hombre a la fatalidad que acarrea la
              facticidad pretende ser en este planteo, el punto esencial desde
              el cual comprender el sufrimiento, la condición de esclavitud y
              opresión y la desdicha. (“Cada vez que sufrimos un dolor,
              podemos decir con verdad que es el universo, el orden del mundo
              ... que nos entra en el cuerpo” (A la espera de Dios)18).
              La gravedad es una fuerza aplastante que de un lado oprime
              suprimiendo la libertad y del otro, hace que el alma ceda a la
              inercia y a la destrucción. Pero la gravedad no sólo se vincula
              con la muerte y la disolución, sino que comprende el devenir
              arrollador que gobierna el universo, los ciclos de generación y
              degeneración. Ante la mecanicidad de estos procesos, el ser
              humano se queda perplejo porque ellos se desarrollan al margen de
              sus deseos y con total indiferencia frente a su existencia.
              (Habría que ver cuánto hay en el pensamiento de Simone de la
              intuición griega del eterno retorno y en qué medida su propuesta
              parecería acercarse a la idea también griega de que la
              sabiduría consiste en la aceptación de la fatalidad trágica del
              destino humano y en la contemplación de lo simplemente dado al
              hombre). La
              gracia es, en cambio, un impulso que actúa en signo
              contrario y que hubiera sido imposible de pensar de no haber
              existido el cristianismo. La gracia es la misericordia misma de
              Dios, una señal que interviene ante la imploración desesperada
              del hombre. Pero ella parece presentarse en situaciones extremas y
              difícilmente determinables. Gomis
              Bofill19 dice acerca de cómo entiende Simone la situación
              del hombre en este mundo : “la desgracia ensombrece la
              existencia humana, la aplasta y la hace opaca; la desgracia es el
              lugar del mundo, el bien está en otra parte ... Pensar a Dios es,
              pues, pensar su ausencia, su silencio. En este mundo, Dios calla,
              o lo que es lo mismo, allí donde reina la necesidad, al bien le
              está como prohibido reinar directamente”. Aquí se muestra la
              gravedad experimentada como sufrimiento, opresión y desdicha;
              pero ésto se conjuga en una situación inexplicable que es la desgracia.
              “El gran enigma de la vida humana, no es el sufrimiento, es la
              desgracia” (A la espera de Dios)20. La situación
              de la des-gracia, es decir, la más inexplicable y absoluta
              adversidad y su consecuente angustia interior, tiene para Simone
              una ilustración perfecta en el relato bíblico de Jobs. De un
              día para el otro, el hombre que era el siervo más puro y piadoso
              de Dios pierde todas sus pertenencias y bienes, sus hijos fallecen
              y él mismo contrae una lepra maligna que lo deja sumido en el
              aislamiento social. Es entonces, cuando la imperturbable piedad de
              Jobs se quiebra y deja paso a un lamento desgarrador y
              conmovedoramente humano. En el colmo de su desesperación, Jobs
              reprocha a Dios por un lado, lo increíblemente absurdo que es su
              sufrimiento y por el otro, la injusticia que reina en el mundo y
              la disolución definitiva que al fin y al cabo es la muerte. Lo
              verdaderamente asombroso del relato es que parece constituir una
              refutación -planteada desde el ser humano concreto y carnal- de
              todos los consuelos religiosos que se dan al sufrimiento. Jobs
              sobrepone el peso de la concretud de su dolor a las
              argumentaciones convencionales del dogma que pretenden atribuir a
              la voluntad de Dios una teodicea que a la larga condena a los
              malos y premia a los buenos. Este
              rehusamiento a hallar consuelo en la religión y en cambio
              atenerse a la cruda concretud del sufrimiento es lo que Simone
              llama un ateísmo purificador. Dice ella misma: “descartar
              las creencias que colman el vacío, suavizadoras de amarguras. La
              de la inmortalidad, la de la utilidad de los pecados ... La del
              orden providencial de los acontecimientos; en suma, los ‘consuelos’
              que se buscan ordinariamente en la religión”21; “la
              religión como fuente de consuelo es un obstáculo a la verdadera
              fe: en este sentido, el ateísmo es una purificación. Debo ser
              atea con la parte de mi misma que no ha sido hecha para Dios. En
              los hombres en quienes la parte sobrenatural no ha despertado, los
              ateos tienen razón y los creyentes se equivocan” (La
              gravedad y la gracia)22. Ahora
              bien, si la función del cristianismo (o la de cualquier
              religión) no consiste en brindar consuelo frente a la adversidad
              ¿cuál es su sentido entonces? Simone responde: “la extrema
              grandeza del cristianismo proviene de que no busca un remedio
              sobrenatural para el sufrimiento, sino un uso sobrenatural de los
              sufrimientos” (La gravedad y la gracia)23. Así
              como Jobs, el hombre desesperado cae de rodillas en actitud de
              súplica hacia algo que esté por encima de él y que se
              sobreponga a su realidad miserable. Ésto no implica creer en la
              existencia de Dios. “Un modo de purificación: orar a Dios, no
              sólo en secreto con respecto a los hombres, sino pensando que
              Dios no existe” (La gravedad y la gracia)24. Para
              Simone el rezo es una actitud inherente al ser humano que busca
              invocar lo sobre-natural, con el fin de aniquilar la
              existencia dolorosa y con ella, detener la necesariedad de los
              procesos (aquéllos fatales e irreversibles como lo son la
              enfermedad, la degradación social e interna, etc.) que provocan
              la esencial condición de opresión del ser humano. “Actitud de
              súplica: debo necesariamente dirigirme a algo que no sea yo
              misma, puesto que se trata de liberarme a mí misma. Intentar esta
              liberación con mi propia energía sería como una vaca que tira
              de su manea y cae de rodillas. La liberación sólo puede venir de
              lo alto” (La gravedad y la gracia)25. De
              esta manera, lo trascendente es vivido como la apelación urgente
              de lo Otro: lo ajeno y distinto de la necesidad implacable del
              mundo. La invocación de Dios es un clamor visceral desde la
              experiencia de la des-esperación en el silencio de su ausencia. En
              la actitud de súplica, el individuo se abandona a lo incierto, se
              entrega al puro devenir. Ya en este punto no se trata tanto de que
              desee detener el sufrimiento como de hacer que desaparezca la
              propia resistencia interna a su acontecer. Es en este momento
              cuando intercede la gracia, tal como en el relato de Jobs, ante
              cuyas súplicas Dios se hace presente. Pero a diferencia de éste,
              difícilmente podríamos hablar en el pensamiento y la experiencia
              de vida de Simone de una suerte de teofanía, algún tipo de
              aparición mística o una especie de intervención milagrosa -al
              menos no explícitamente referida. Más bien parecería tratarse
              de una progresiva transformación interna, la donación de una
              disposición férrea ante la realidad del sufrimiento y la
              desgracia. Contrariamente al relato de Jobs en el que finalmente
              Dios premia la honestidad y firmeza de su siervo restituyéndole
              su anterior condición de prosperidad, para Simone, la gracia,
              como expresión de la misericordia de algo sobre-natural, no
              suprime el sufrimiento ni elimina en forma definitiva la gravedad
              que gobierna el universo. “El hombre no escapa a las leyes de
              este mundo sino por la duración de un relámpago. Instantes de
              tregua, de contemplación, de intuición pura, de vacío mental,
              de aceptación del vacío moral. Sólo por esos instantes es capaz
              de lo sobrenatural”26. Únicamente en el momento de la
              súplica desesperada -o también, como ella recalca, en el sumirse
              en el éxtasis de la contemplación, en la dicha del gozo, en
              definitiva, en el summum desbordante de cualquier vivencia-
              el hombre puede liberarse fugazmente de la necesidad que gobierna
              el mundo. Sin embargo, esta liberación no es definitiva: su
              eficacia consiste en la finalidad de otorgar al alma una fortaleza
              o resistencia extra para sobrellevar con absoluta obediencia la
              gravedad aplastante del universo. “La vida, tal como es,
              solamente resulta soportable a los hombres por la mentira. Quienes
              rechazan la mentira y, sin rebelarse contra el destino, prefieren
              saber que la vida es intolerable, acaban por recibir desde afuera,
              desde un lugar situado fuera del tiempo, algo que permita aceptar
              la vida como es” (Pensamientos desordenados)27. Pero
              esta fortaleza que permite el acatamiento obediente de la
              necesidad no es tanto el producto del consuelo que otorga la
              gracia, sino de cierto sentido de deber que por medio de aquélla
              se le revela al hombre. Aquí Simone arriesga su visión
              teológica propiamente dicha, partiendo de la visión cristiana de
              la divinidad y el mundo. Uno
              de los misterios que encierra la idea de Creación del mundo a
              partir de la nada es entender la relación que semejante acto
              tiene con el ser del Creador. La larga tradición del pensamiento
              cristiano ha hecho descansar la omnipotencia de Dios sobre la
              afirmación de que el acto de creación del mundo no ha disminuido
              ni alterado el ser de Dios. Éste permanece incólume, retraído
              en la voluntad inquebrantable de su Unidad. Es quizás San
              Agustín quien primero percibe con agudeza la ambigüedad que
              supone esta afirmación (más adelante, Meister Eckhart y los
              filósofos renacentistas posteriores harían de esta ambigüedad
              el centro de sus especulación teológica). El ser de las cosas
              creadas no podría ser radicalmente distinto del ser de Dios,
              porque no podría haber algo distinto a Dios, si Él es la
              totalidad, si Él es omniabarcante. Por otra parte, si se acepta
              la suposición cristiana tradicional de que la permanencia de la
              existencia de las criaturas depende de la constante donación
              divina del ser (Dios no sólo crea el cosmos, sino que mantiene
              continuamente su existir), entonces Dios no puede permanecer
              inalterable e indiferente frente al mundo. Debe ocuparse
              continuamente de él y del hombre, restaurar con su gracia el mal
              que éste ocasiona, bendecirlo o castigarlo, velar por la
              continuidad de los procesos que aseguran la permanencia del mundo.
              De esta manera, por un lado, si el ser de las cosas no puede ser
              radicalmente distinto del ser divino, entonces el ser de Dios
              está diseminado en todas las cosas (panteísmo). Por el otro
              lado, si la existencia del universo depende de la intervención
              divina constante, entonces Dios -como entidad personal- tiene que
              estar presente en el mundo, debe ser intramundano (inmanentismo).
              Tanto en el panteísmo como en el inmanentismo, Dios no puede
              permanecer como una entidad inmutable fuera del mundo. Si así
              fuera -tal como ocurría en la concepción filosófica de la
              divinidad que se sostenía en general en la filosofía
              greco-latina- entonces Dios habría abandonado su obra luego de
              haberla hecha y ello implicaría, por otra parte, que la
              existencia del mundo y sus procesos intramundanos se den con
              independencia de la intervención divina. Pero para la visión
              cristiana -tradicional y temprana- ésto no puede ser posible,
              porque Dios tiene una relación de paternidad irrenunciable con el
              mundo. Sin embargo, el mismo San Agustín advierte que sostener
              las ideas de panteísmo y trascendencia socavan la omnipotencia y
              omniabarcabilidad de Dios. No podemos hallar a Dios como totalidad
              infinita de lo existente en ninguna criatura ni en la totalidad de
              las criaturas de la Creación. Como toda noción que refiere a una
              totalidad, Dios en tanto pensado, necesita ser trascendente. Para
              Agustín, la trascendencia y la inmanencia le pertenecen a Dios al
              mismo tiempo y esta ambivalencia no tiene explicación sino en su
              naturaleza misteriosa. Alain,
              el profesor de Simone, pensaba que la Creación -y que el mismo
              Cristo crucificado- era un signo de la debilidad constitutiva del
              Dios cristiano. Simone opina lo mismo, pero a diferencia de San
              Agustín no cree realmente que sea inmanente o trascendente. He
              aquí la originalidad y dificultad de su visión teológica. El
              centro de la visión cristiana es el amor por el cual Dios
              crea al mundo y al hombre. Pero todo amor exige un sacrificio, una
              entrega. Simone dice: “el sacrificio de Dios es la Creación”
              (El conocimiento sobrenatural)28. Dios se ha
              sacrificado porque en vez de haber permanecido retraído en su
              unidad inmutable o de haber expandido su ser creando el mundo, ha
              decidido vaciarse de una parte de su ser. Por amor, Dios ha donado
              su existencia para que el mundo exista, por ello Simone sostiene
              que la Creación es un “vaciamiento”, un “renunciamiento”,
              una “abdicación” de Dios; Él ha rechazado ser “todo en el
              todo”. Ese ser que Dios ha donado al mundo no puede ser más su
              ser porque ha sido entregado a la gravedad de la necesidad
              universal. El ser que se halla sometido al devenir necesario de
              los procesos del mundo ya no es un ser pleno y perdurable, sino
              más bien un no-ser. Por ello, Dios no está en el mundo ni
              tampoco su ser es el ser de las criaturas. Dios y el mundo no
              pueden existir simultáneamente. Mientras el mundo exista, Dios
              puede ser pensado como una totalidad, pero nunca podrá hacerse
              presente. Dios se ha retirado del mundo y lo ha confiado al
              gobierno de la necesidad. Habitar en el mundo es habitar en la
              ausencia de Dios. El
              renunciamiento que Dios hace creando el mundo es un acto de amor y
              una muestra de la relación sufriente que Dios mantiene con
              su obra. Sufrimiento que tiene su máxima expresión en el Cristo
              crucificado de la Pasión. Él es el símbolo de la abdicación de
              Dios, porque su ser divino, durante su encarnación, ha sido
              sometido a la necesidad aplastante de la carne, a la gravedad del
              mundo29. Cuando Nietzsche dice: “también Dios tiene su
              infierno, y es su amor a los hombres ... Dios ha muerto. Le ha
              matado su compasión por los hombres” (Así habló Zaratustra),
              probablemente Simone estaría de acuerdo. No obstante, aunque Dios
              esté ausente del mundo y ésto pudiese ser valorado como una
              constitutiva debilidad, la infinita grandeza de Dios no reside en
              este caso en un supuesto poder de perpetuar su presencia, sino en
              ser capaz de sacrificarse por amor. Para Simone, el amor es lo
              contrario de la fuerza que se auto-impone para reafirmar su
              presencia. El amor es un entrega que implica un no-hacer para
              dejar que las cosas sean libremente lo que son. Dios ha retirado
              su presencia en el mundo para arrojarlo a la libertad de
              ser. (Una posible vía de análisis sería investigar que
              influencia podría haber tenido sobre Weil, ciertas nociones
              taoístas como el no-obrar o nociones vedánticas acerca
              del vacío). El
              mundo es entonces la ausencia de Dios. Las criaturas están
              libradas a la libre determinación de ser. Determinación que, por
              otra parte, no tiene ninguna finalidad. Simone insiste que el
              universo está privado de toda finalidad: los procesos son
              mecánicos, no hay tras ellos un ordenamiento en vistas a un fin
              metafísico último hacia el cual tiende la totalidad del mundo.
              La ilusión teleológica sólo puede ser ofrecida por una
              religión o filosofía del consuelo. Es
              en el sufrimiento -ampliamente entendido- cuando esta carencia de
              fines es sentida como una fuerza ciega y aplastante. El orden del
              mundo se convierte en lo absurdo. (El microcosmos de la
              maquinaria infernal de la fábrica como un conjunto de procesos
              sincronizados con precisión matemática que se desenvuelven en un
              movimiento vertiginoso e imparable, constituye una metáfora de
              este universo visto como una máquina colosal e inerte movida por
              la necesidad fatal. Habría que considerar cuánto ha influido en
              Simone la experiencia fabril para el desarrollo de su visión del
              universo como gravedad. Por su parte, Blaise Pascal -que tanto
              tuvo que ver en la formación temprana de Simone-, supo expresar,
              en los albores del pensamiento moderno, el desconcierto ante la
              mecanicidad indiferente del universo). Esta visión del devenir
              del mundo guarda una estrecha conexión con la heírmarméne
              de los gnósticos: el destino universal dictaminado por fuerzas
              malignas personificadas que oprimen a los hombres y les impiden el
              acceso al Dios ocultísimo que trasciende radicalmente el mundo.
              Pero, a diferencia de los gnósticos, que menosprecian el sufrir
              mismo y lo consideran como el signo de la carencia de una
              inmunidad innata y por lo tanto, de un tipo de hombre que no ha
              sido destinado para salvarse, Simone afirma el uso sobrenatural
              del sufrimiento que ella cree encontrar en la esencia del
              cristianismo. Decíamos
              que la actitud de súplica a la que conduce la desgracia
              constituye una experiencia de la ausencia de Dios. (Ya San
              Agustín, al comienzo de sus Confesiones, presentía esta
              ausencia al notar la ambigüedad que implicaba el hecho de invocar
              la presencia de Dios: por qué llamarlo si se supone que él es
              inmanente al mundo y por lo tanto, está dentro del hombre). La
              ausencia de Dios se constata a la par de la solicitud de su
              presencia. Y a su vez, esta solicitud desesperada sólo puede
              experimentarse una vez que se tiene la sensación de que la propia
              individualidad ha sido devastada por la fatalidad apremiante de la
              gravedad. Sólo queda la carne sufriente sometida a la lenta
              degradación de los procesos necesarios que la arrastran hacia la
              inercia o la muerte. Lo que se produce entonces es una suspensión
              del yo mediante el abandono del propio ser a las fuerzas
              aniquiladoras de la necesidad. Pero precisamente en este
              abandonarse que implica el acto de súplica, el yo como substracto
              que soporta los efectos de la gravedad queda interrumpido y con
              ello el alma queda sustraida fugazmente al imperio de la
              necesidad. Para Simone, sólo en estos instantes de superlativa
              extra-ordinariedad, el alma reproduce ella misma el sacrificio de
              Dios pero en sentido inverso: se vacía de su ser y arrojándolo a
              la voluntad de Dios, se lo devuelve. Únicamente por este
              vaciamiento, que no sólo suspende el yo sino la existencia del
              mundo, Dios puede existir y hacerse patente. El hacerse patente de
              Dios es la verdadera intervención de la gracia. A través de
              ella, le es revelada al alma su verdadera necesidad y vocación:
              la obediencia, por la cual accede a su extrema
              purificación que es la donación de su ser. “Dios me ha donado
              el ser para que yo se lo devuelva” (La gravedad y la gracia)30.
              Esta donación de ser es lo que Simone llama descreación
              (idea que toma prestada del discípulo de Bergson Charles Péguy). La
              obediencia que supone la gracia no es entonces producto del mero
              consuelo. El alma recibe desde afuera la fortaleza extra que le
              permite no ir en contra de la necesidad sino acatarla. Así, la
              obediencia otorgada por la gracia se convierte en un impulso
              renovador de la existencia. Pero la obediencia acata la necesidad
              en tanto ésta contribuye a la descreación, es decir, a la
              posibilidad de suspender el yo para ir al encuentro con la
              patencia de Dios. Illescas Nájera31, dice respecto a la
              obediencia que exigirían las experiencias dolorosas: “cuando
              nos damos a nuestros semejantes y llegamos a compartir su
              desdicha, nos desposeemos a nosotros mismos, empobrecemos nuestra
              propia humanidad en tal auto-renuncia, y entonces suprema
              paradoja, puede abrirse paso la presencia siempre amorosa de Dios;
              ... el trabajo manual, en opinión de Weil, es también hermoso,
              también sagrado, ya que puede llevar a las personas a aprender la
              dura lección de la obediencia a la necesidad del mundo. Así, al
              someterse a la carga del trabajo, por la fatiga el yo se disuelve
              y queda un espacio que puede llenar el amor de Dios”. Podemos
              observar hasta aquí la vocación mística del pensamiento de
              Simone. Pero lo que resulta llamativo en él, es la ausencia de
              una mención explícita a una etapa que caracteriza la experiencia
              mística: la unio con la Divinidad. Si bien los instantes
              en que la gracia es dada fugazmente al alma podrían considerarse
              como algo cercano a la unio, no es posible plantear en Weil
              una disolución definitiva de la individualidad, ni una
              participación permanente en Dios. La gracia no puede suprimir la
              Creación, es decir, el sacrificio amoroso que Dios ha hecho al
              haber otorgado la existencia al mundo y luego haberse retirado. La
              gracia no puede anular la existencia del mundo ni su gravedad.
              Sólo vuelve soportable la necesidad y con ello permite la
              aceptación de la realidad. El deseo amoroso de Dios es que el
              mundo exista y por lo tanto también el hombre. Y ciertamente el
              alma no puede amar a Dios si no es a través del mundo; no sólo
              porque la obediencia a la necesidad permite lograr la descreación,
              sino porque en el mundo existe la belleza. En
              la contemplación de la belleza no hay apropiación del objeto
              bello. No hay algo así como una belleza que “colma” o “llena”
              el alma, sino todo lo contrario. En la contemplación de la
              belleza lo que se experimenta primero es la insignificancia de
              quien percibe frente a lo Bello, cuya presencia, para hacerse
              efectiva, necesita como arrebatar, sustraer la
              existencia de su espectador. La belleza es también parte de
              la necesidad del mundo y como tal, también exige obediencia.
              Pero, a diferencia de otras formas que asume la necesidad -como el
              sufrimiento o la opresión-, en la experiencia de la belleza, el
              alma puede dar un “sí” satisfactorio a la necesidad. Ante la
              belleza el hombre se vacía de sí mismo y se deja inundar en una
              inducida complacencia por la plenitud de lo Bello. Lo Bello -en el
              pensamiento de Simone- no puede ser otra cosa que la patencia de
              Dios. De
              esta manera, por medio de lo Bello, se puede aceptar el mundo y
              hasta celebrar su existencia. De aquí el fervor inmanentista que
              Simone paradójicamente sostiene y que la alejan de caer en la
              actitud de un gnosticismo radical que promovería el sufrimiento
              como una forma de abolición de la existencia del mundo para
              acceder al Dios trascendente. Nos dice Simone: “El espíritu no
              está forzado a creer en la existencia de nada ... Es porque el
              único órgano de contacto con la existencia es la aceptación, el
              amor. Por eso belleza y realidad son idénticas. Por eso la
              alegría y el sentimiento de la realidad son la misma cosa” (La
              gravedad y la gracia)32. La aceptación del mundo que
              conlleva la obediencia no es así ni el producto del consuelo, ni
              tampoco del deber entendido como obligación no apetecible por la
              voluntad. La aceptación del mundo es el único acto de amor al
              que la voluntad del alma parecería aspirar. Tal como en los
              griegos, la fatalidad trágica del destino humano debe ser
              aceptada. Sin embargo, la aceptación no es producto de la
              prudencia intelectual, de una sabiduría que con humana
              mansedumbre se percata de la inexorabilidad del destino. El hombre
              que Simone concibe nunca puede ser el héroe trágico griego, sino
              un hombre rebasante de humanidad, vulnerable y sufriente que no
              puede consentir bajo ninguna circunstancia la necesidad aplastante
              de la gravedad y por ello clama a la gracia divina para que le
              otorgue fortaleza. La fortaleza no proviene de una heroica -y
              hasta soberbia- aceptación que realiza por sí sola la razón
              humana, sino que ella es concedida sobre-naturalmente por
              la gracia. Simone
              muere el 24 de agosto de 1943 a los 34 años. Un año antes había
              abandonado Marsella para ir a Nueva York, donde sus padres y su
              hermano la esperaban temiendo por su vida. Antes de arribar a su
              destino, hace parada durante dos semanas en un campo de refugiados
              en la ciudad de Casablanca (Marruecos). Durante
              1942 escribe profusamente: Intuiciones pre-cristianas, El
              conocimiento sobrenatural, la famosa Carta a un religioso
              (versión castellana: Trotta, 1998), dirigida al padre dominico
              Couturier. Una
              vez en Nueva York, Simone no soporta estar alejada de sus
              compatriotas franceses en la lucha contra el nazismo. Por ello en
              noviembre de 1942, se embarca -ya sola- hacia Inglaterra para
              unirse a la resistencia de Francia Libre. Hacia comienzos
              de 1943, sólo consigue en esta organización, debido a su débil
              condición física, un puesto administrativo como redactora de
              informes en Londres. Realiza con gran entusiasmo su tarea y
              escribe incesantemente (Escritos de Londres (versión
              castellana: Trotta, 2000) y Echar raíces (versión
              castellana: Trotta, 1996). En particular Echar raíces (L´Enracinement),
              obra inacabada, pretende ensayar el esbozo de la construcción de
              una nueva sociedad después de los tiempos de guerra apoyada sobre
              la base de la valoración del trabajo manual y en un sentido más
              profundo, sobre el reconocimiento de la humanidad del otro.
              Antes que los derechos de una persona (que en el fondo son
              impuestos por los otros y por la fuerza), para Simone está su
              obligación para con la otra. Sin este previo e irrenunciable
              compromiso individual, no es posible hablar de derechos ni tampoco
              de una convivencia pacífica entre los hombres. Pero a la vez,
              este compromiso se hace efectivo si se tiene “raíces”: un
              sentimiento de cohesión entre las personas que las arraiga a una
              comunidad. Únicamente esta clase de vínculo -que en ningún caso
              la reunión territorial que realiza el Estado puede generar- hace
              brotar espontáneamente los valores espirituales necesarios para
              garantizar el respeto mutuo y para realizar el trabajo
              cooperativamente. Simone
              pretende participar en el frente de guerra y se atreve a
              planificar peligrosas misiones que expone directamente al general
              De Gaulle. Éste las rechaza pensando que está loca. En abril de
              1943 se le diagnostica tuberculosis y entra en tratamiento en un
              hospital de Londres. El dolor de no poder continuar con la lucha y
              de no estar en la retaguardia hacen que se auto-inflija un
              sacrificio: comer solamente la ración de alimento que a sus
              compatriotas detenidos en la Francia ocupada les está permitido.
              Ella piensa que lo que no come habrá de ser destinado a uno de
              ellos. Su desnutrición -que ya había comenzado mucho tiempo
              antes- y su debilidad física le ocasionan la muerte cinco meses
              después. Su fallecimiento fue valorado como un caso de suicidio
              por anorexia. Pero lo cierto es que habiendo llevado una vida
              signada por una terrible y hasta inexplicable capacidad de
              sacrificio, su muerte no podía dejar de responder con absoluta
              coherencia a su vocación de mártir. La
              transparencia, sinceridad espiritual, la íntegra e inquebrantable
              determinación con las que Simone se conducía fueron esfuerzos
              por mantener un valor que ella llamaba probidad intelectual:
              la fidelidad hacia una verdad indeterminable que quizás
              vislumbraba en la intervención de la gracia. Fidelidad que la
              llevó a adoptar decisiones de vida radicales y que la encaminaron
              hacia un grado extremo de auto-entrega y purificación. El
              contacto con la vida y obra de esta mujer produce esa inquietante
              sensación de estar delante de una verdad mística, cuya
              devastadora plenitud y superioridad, reduce al mínimo lo humano.
              Sin embargo, resulta paradójico observar cómo su misticismo nace
              de preocupaciones que hunden sus raíces en los planteos más
              radicales y anti-religiosos del pensamiento contemporáneo
              (marxismo, pesimismo, nihilismo, existencialismo ateo, etc.).
              Podemos encontrar en Simone, una inquietud acuciante por
              comprender y experimentar el dolor y la tragicidad inherente a la
              vida humana. En este sentido, su filosofía conserva como base la
              impronta muy fuerte de un humanismo que tiene sus orígenes en la
              literatura y cultura griegas y sobre todo en la tradición de
              pensamiento cristiano. No obstante este reconocimiento de la
              constitutiva fragilidad y miseria del hombre, Simone no se detiene
              en el desarrollo de un humanismo tranquilizador, sino que -y he
              aquí su grandeza y originalidad- hace de la debilidad y la
              desgracias humanas, la ocasión para poder vislumbrar la
              recóndita revelación de lo sobrenatural bajo la trama cruel de
              la necesidad aplastante del mundo33. Bajo la gravitación
              de este tipo de pensamiento la tensión dialéctica entre lo
              absoluto-infinito y lo individual-finito se vuelve casi
              insoportable para nuestro habitual sentido común. Pero Simone,
              con su testimonio de vida, nos brinda una increíble muestra de
              fortaleza y valentía para sobrellevar una vocación sobrenatural
              y que jamás resulta satisfactoria para el punto de vista de un yo
              empírico e individual. Como dice Gustave Thibon34: “Simone
              Weil no puede ser comprendida sino en el nivel en que ella habla.
              Su obra se dirige, si no a almas tan despojadas como la suya, al
              menos a aquéllas que conservan en el fondo de sí mismas una
              aspiración hacia ese bien puro al que ella dedicó su vida y su
              muerte. No se me escapan los peligros de semejante espiritualidad:
              los peores vértigos se producen en las cimas más altas”. Su
              fe -como lo dice en A la espera de Dios (Attente de Dieu)-
              ha sido una “espera atenta”, una paciencia activa que se
              prepara para la inminencia de algo que nunca parece desvelarse...   
                  
| 
 Manuscrito
                        de un carta de Simone Weil que pudo ser escrita entre
                        diciembre de 1940 a enero de 1941. |                       NOTAS
              Y FUENTES: -1,
              2, 6, 9, 7, 11, 12
              Fernández Buey, Francisco “Tema 3: una filosofía moral del
              compromiso cristiano: Simone Weil”, curso de Ética y Filosofía
              Política: La Ética en el siglo XX, Universidad Pompeu
              Fabra de Barcelona, en la página del Proyecto Idea Sapiens,
              Filosofía del siglo XX: http://www.ideasapiens.com/filosofia.sxx/eticaypolitica/cursoeticafpolitica%20s.xx%20tema3.htm -13,
              Scarinci de Delbosco, María Paola, “El caso ‘Simone Weil’”,
              en “ 2das Jornadas de Filosofía para no filósofos” revista Boethium
              del año 2000: http://www.boethium.150m.com/delbosco2000.pdf -14
              Weil, S.: (1947) La gravedad y la gracia, Op. Cit., p. 9. -8
              Página personal de González, Hernán J., Simone Weil: http://webs.uolsinectis.com.ar/hgonzal/lit/sweil1.html 
                25,
                32 Fragmentos de La gravedad y la gracia: http://webs.uolsinectis.com.ar/hgonzal/lit/sw_gg.html 
                15,
                27 Fragmentos de Pensamientos desordenados: http://webs.uolsinectis.com.ar/hgonzal/lit/sweil1.html#pens -3,
              19 Gomis Bofill, Clara, “Simone Weil, de la revolución
              al espíritu”, en el diario La Vanguardia (España) el 16
              de marzo de 2001: http://usuarios.lycos.es/succedani/webag.html -31
              Illescas Nájera, M. Dolores, comentario al libro de Plant,
              Stephen: “Simone Weil”, en Revista de Filosofía del
              Departamento de Filosofía de la Universidad Iberoamericana de
              México, n° 92, mayo-agosto, 1998: http://www.hemerodigital.unam.mx/ANUIES/ibero/filosofia/92/sec_18.html -Página
              de Stuart, Allison, Simone Weil Home Page: http://members.aol.com/geojade/ 
                10
                Biografía: http://members.aol.com/geojade/Introduction.htm Cronología
              de la vida de Simone: http://members.aol.com/geojade/lifeline.htm -Página
              de publicaciones de la Association pour la diffusion de la
              pensée française (ADPF), Simone Weil: http://www.adpf.asso.fr/adpf-publi/folio/weil/weilSF.htm 
                16,
                17, 18, 20, 28, 30 La
                filosofía mística de Simone Weil: http://www.adpf.asso.fr/adpf-publi/folio/weil/07.html. Cronología
              de la vida de Simone Weil: http://www.adpf.asso.fr/adpf-publi/folio/weil/10.html -4
              Weil, S.: (1947) La gravedad y la gracia, Sudamericana, Bs.
              As., 1953, traducción al castellano de Valentie, Ma. E., p. 30. -5
              Ibidem, p. 31. -21
              Weil, S.: (1947) La gravedad y la gracia, Op. Cit., pp. 57
              - 58. -22
              Ibidem, p. 175. -23
              Ibidem, p. 136. -24
              Ibidem, p. 65. -26
              Weil, S.: (1947) La gravedad y la gracia, Op. Cit., p. 55. -29
              Gustave Thibon, en el prólogo a La gravedad y la gracia,
              destaca la interpretación personal que Simone hace de la
              Encarnación y Pasión de Cristo: “... la parte sobrenatural [de
              la vida de Jesús] es la agonía, el sudor de sangre, la cruz y
              los vanos llamados a un cielo enmudecido. Las palabras del
              Redentor ‘Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’, que
              resumen todas las angustias de la criatura arrojada en el tiempo y
              en el mal, a quien el Padre sólo responde con el silencio, esas
              palabras bastan para probar la divinidad del Cristianismo”
              (Ibidem, p. 29). De este modo, Cristo-Dios reproduce a través de
              la Pasión dolorosa, la misma situación de desesperación
              silenciosa y sin respuesta en la que se encontraba Jobs. “La
              crueldad de los judíos y los romanos tuvo tanto poder sobre
              Cristo que por el efecto de ella se sintió abandonado de Dios”
              -dice Simone en El conocimiento sobrenatural. Para ella, si
              Dios no hubiera descendido al mundo por medio de Cristo y no se
              hubiera sometido al sufrimiento y la desgracia que imperan bajo la
              dictadura de la gravedad, entonces el hombre sufriente sería en
              cierto sentido más grande que Dios. -33
              En la introducción a La gravedad y la gracia (Op. Cit., p.
              21), Thibon describe lo que en Simone él encuentra como la “ley
              de inserción de lo superior en lo inferior”; en palabras de
              ella: “Todo orden trascendente a otro sólo puede insertarse en
              éste bajo la forma de lo infinitamente pequeño”. Dice más
              adelante Thibon: “Y en cuanto al mundo de la gracia, representa
              a su vez algo infinitamente pequeño en la masa de nuestros
              pensamientos y afectos profanos: las imágenes evangélicas de la
              levadura y del grano de mostaza testimonian suficientemente ‘ese
              carácter infinitesimal del bien puro’”. Estas afirmaciones
              quieren expresar que lo sobrenatural o trascendente tiene la
              posibilidad de hacerse presente sólo a través de aquéllo que en
              el orden del mundo es considerado como lo más despreciable e
              insignificante y que, o bien es inadvertido o bien es rehuido por
              todos los medios. De aquí que las situaciones de sufrimiento,
              pobreza, abandono, indiferencia o desamparo físico-espiritual
              así como también los momentos que parecen poco importantes por
              su extrema sencillez y su aparente nimiedad, cobran especial
              relevancia para la posible patencia de la gracia. Ella “penetra
              en nuestras almas como una gota de agua que se filtra a través de
              las capas geológicas sin modificar su estructura, y espera en
              silencio que consintamos en volver a ser Dios” -dice Thibon
              (Ibidem, p. 22). -34
              Weil, S.: (1947) La gravedad y la gracia, Op. Cit., p. 41. -Brown,
              S., Collinson, D., Wilkinson, R. y otros. 2001 Cien filósofos
              del siglo XX, Diana, México. 
 
 |