Ante los pies de unos muros de Troya que le han visto huir,
derrotado frente a Aquiles, Héctor se detiene por unos instantes.
Es consciente de que pronto va a morir. Atenea se la ha jugado; los
demás dioses le han abandonado. El destino funesto (moira)
ha puesto ya sus ojos sobre él. Pero, aunque ahora vencer o
sobrevivir no esté en sus manos, sólo de él depende el
cumplimiento de eso que exige, según la opinión general y la suya
propia, su condición de guerrero: hacer de su muerte una forma de
gloria imperecedera, convertir esa carga común a todas las
criaturas sujetas a la mortalidad en un bien que le sea exclusivo y
cuyo brillo le pertenezca para siempre. "No, no puedo concebir
morir sin lucha ni sin gloria (akleios), sin realizar
siquiera alguna hazaña cuyo relato sea conocido por los hombres del
mañana". (Ilíada, XXII)
Para
aquéllos a quienes en la Ilíada se denomina anéres
(ándres), los hombres en la plenitud de su naturaleza viril, tan
varoniles como valientes, morir en combate en la flor de su vida
confiere al guerrero difunto, tal como haría cualquier rito iniciático,
cierto conjunto de cualidades, virtudes y valores por los cuales, a
lo largo de su existencia, compite la élite de los áristoi,
los mejores. Esta "bella muerte" (kalos thánatos),
para llamarla del mismo modo en que lo hacen las oraciones fúnebres
atenienses, confiere a la figura del guerrero caído en la batalla,
a manera de una revelación, la ilustre cualidad de anér agathós,
de hombre valeroso, osado. Aquellos que hayan pagado con la vida su
desprecio al deshonor en combate, a la vergonzosa cobardía, tienen
de seguro garantizado un renombre. La bella muerte implica a la vez
la muerte gloriosa (eukleés thánatos). Mientras el tiempo
sea tiempo, persistirá la gloria del desaparecido guerrero; y el
resplandor de su fama, kléos, que en lo sucesivo adornará
su nombre y su figura, representa el último grado del honor, su
punto más álgido, la consecución de la areté. Gracias a
la bella muerte, la excelencia (areté) deja por fin de ser
mensurable sólo en relación a un otro, de necesitar comprobación
por medio del enfrentamiento. Se ha realizado de una vez y para
siempre gracias a la proeza que pone fin a la vida del héroe. (…)
Sobrepasando
cualquier honor ordinario o dignidad de Estado, tan efímeros y
relativos, aspirando al absoluto del kléos áphthiton, el
honor heroico presupone la existencia tradicional de una poesía
oral, depositaria de la cultura común y con funciones, en lo que se
refiere al grupo, de memoria social. Dentro de eso que se ha dado en
llamar, en pocas palabras, el universo homérico, el honor heroico y
la poesía épica resultan indisociables: sólo existe el kléos si
es celebrado y el canto poético, además de celebrar la estirpe de
los dioses, no tiene más objeto que evocar los kléa andrón,
los acontecimientos gloriosos más excelsos llevados a cabo por los
hombres de antaño, perpetuando su recuerdo para hacerlos más vivos
a oídos de su auditorio de lo que puedan llegar a ser los hechos
ordinarios de su existencia. (Hesíodo, Teogonía) La vida breve, la
proeza y la bella muerte solamente tienen sentido en la medida en
que, encontrando su sitio en un tipo de canto presto para acogerlas
y magnificarlas, confieren al héroe mismo el privilegio de ser aoídimos,
objeto de canto, digno de ser cantado. Gracias a la transposición
literaria del canto épico, el personaje del héroe adquirirá esa
estatura, esa densidad existencial de una duración tal que, por sí
sola, basta para justificar el extremo rigor del ideal heroico y los
sacrificios por él impuestos. En las exigencias de un tipo de honor
por encima del honor se encuentra, por lo tanto, un ideal
"literario". Eso no significa que el honor heroico
consista en una mera convención estilística y el héroe en un
personaje por entero ficticio. La exaltación de la "bella
muerte" en Esparta y Atenas, durante la época clásica, pone
de manifiesto el prestigio que el ideal heroico conservara y su
influencia sobre las costumbres hasta en ciertos contextos históricos
tan alejados del universo de Homero como es el de la Ciudad. Pero
para que el honor heroico continuara estando vivo en el corazón de
esa civilización, para que el sistema de valores en conjunto
permaneciera marcado con su sello, era preciso que la función poética,
más que una forma de divertimento, conservara su papel en la
educación y en la formación, que mediante y gracias a ella se
transmitiera, se enseñara, se actualizara en el alma de todos esa
serie de saberes, creencias, actitudes y valores que sirven para
conformar cualquier cultura. Solamente la poesía épica, en virtud
de su estatuto y funciones, podía conferir al deseo de gloria
imperecedera de la cual el héroe está poseído esa base
institucional y esa legitimación social sin las que tal aspiración
se asemejaría a una especie de fantasía subjetiva. Puede
sorprendernos a veces que semejantes ansias de supervivencia se
redujeran, al parecer, a una forma "literaria" de
inmortalidad. Pero eso supondría tanto como soslayar las
diferencias que separan a los individuos y a la cultura griega de
nosotros. Para el individuo de la Antigüedad –cuyo sentido de
individualidad se configuraba a partir del otro, se basaba en la
opinión pública-, entre la epopeya, con funciones de paideia
gracias a la exaltación del héroe ejemplar, y la voluntad de
sobrevivir tras la muerte, en virtud de la idea de "gloria
imperecedera", existen las mismas relaciones estructurales que
para los individuos de la actualidad –con su yo interiorizado, único,
separado- hay entre la aparición de géneros literarios
"puros" como la novela, la autobiografía o el diario íntimo
y la esperanza de una vida ultraterrena en forma de un alma singular
inmortal. (…)
La
hébe que Patroclo y Héctor pierden al mismo tiempo que sus
vidas y que poseían con mayor plenitud que otros kouroi, de
menos edad sin embargo, es la misma que Aquiles ha preferido al
optar por una vida breve, la misma con lo que, en virtud de su
muerte heroica, de su muerte a edad temprana, estará para siempre
investido. Si la juventud se manifiesta en la figura viva del
guerrero por el vigor, bíe, la potencia, krátos, o
la fortaleza, alké, en el cadáver del héroe caído, ya sin
el menor vigor ni vida, su esplendor sigue compareciendo gracias a
la excepcional belleza de ese cuerpo ya para siempre inerte. El término
sóma designa precisamente en Homero al cuerpo del cual se ha
retirado la vida, a los despojos de alguien difunto. En tanto que el
cuerpo está vivo, es entendido como una multiplicidad de órganos y
de miembros animados por las pulsiones que les son propias: es el
espacio donde se despliegan y a veces se enfrentan los impulsos, las
fuerzas contrarias. Será con ocasión de la muerte, cuando se
encuentra desierto, cuando el cuerpo adquiera su unidad formal. De
sujeto y soporte de diversos tipos de acciones, más o menos
imprevisibles, se convierte ahora en puro objeto para el otro: si
antes fue objeto de contemplación, espectáculo para la mirada,
ahora pasa a ser objeto de atenciones, lamentos, ritos funerarios.
El mismo guerrero que en el curso de la batalla podía mostrarse
amenazador, terrorífico o consolador, provocando el pánico y la
huida o incitando al ardor y al ataque, desde el momento en que cae
en el campo de batalla se ofrece a las miradas como una simple
figura cuyos rasgos sólo a duras penas resultan reconocibles; se
trata de Patroclo, se trata de Héctor, pero reducidos ya a mera
apariencia exterior; al aspecto singular de sus cuerpos reconocible
para el otro. Ciertamente, entre los vivos la prestancia, gracia y
la belleza juegan un papel importante como elementos de su
personalidad; pero en la figura del guerrero en acción esos
aspectos quedan en cierto modo eclipsados por los que la batalla
deja en primer plano. Lo que resplandece en el cuerpo de los héroes
no es tanto el brillo fascinante de la juventud como el bronce de
que están revestidos, el destello de sus armas, su coraza y su
casco, el fuego que emana de sus ojos, la irradiación de un ardor
que les abrasa (Ilíada XIX). Cuando Aquiles aparece de nuevo en el
campo de batalla tras su larga ausencia, un atroz terror se adueña
de los troyanos al verle "reluciente en su armadura" (Ilíada
XX). Ante las puertas Esceas, Príamo gime, se cubre el rostro,
suplica a Héctor que se esconda a su lado al abrigo de las
murallas: es el primero que ve a Aquiles "brincando sobre el
llano, resplandeciente como el astro que llega a finales del otoño
y cuyo fuego cegador brilla entre estrellas sin nombre, en el corazón
de la noche. Es llamado el perro de Orión y su destello resulta
incomparable. (…) El bronce resplandece con parecida intensidad
alrededor del pecho del agitado Aquiles" (Ilíada XXII). Y,
cuando el mismo Héctor contempla a Aquiles, cuyo bronce reluce
"semejante al resplandor del fuego que arde o al sol que
asciende", se siente transido de terror; por eso emprende la
fuga (Ilíada XXII). Es necesario distinguir entre este resplandor
activo que emana del guerrero vivo provocando el terror, entre su
sorprendente belleza, entre el brillo mismo de su juventud –una
juventud que la edad no puede marchitar- y el cuerpo del héroe
abatido. Apenas la psykhé de Héctor ha abandonado sus
miembros, "dejando atrás su vigor y juventud", Aquiles le
despoja de las protecciones de los hombros. Los aqueos acuden en
tropel para poder ver a ese enemigo que más que ningún otro les
había herido y de seguir golpeando todavía por algunos momentos su
cadáver. Acercándose al héroe que para ellos ya no es más que sóma,
mero cadáver insensible e inerte, lo contemplan: "Admiran la
estatura y la envidiable belleza de Héctor" (Ilíada XXII),
una reacción para nosotros sorprendente si el anciano Príamo no
nos diera la clave, al oponer la muerte lamentable y horrorosa de
los viejos a la bella muerte del guerrero acaecida en su juventud.
"Al joven guerrero (néoi) muerto por el enemigo,
desgarrado por el agudo bronce, todo le sienta bien; incluso muerto,
todo lo que de él aparece es bello". (Ilíada XXII) (*)
(*)
Fuente: Jean-Pierre
Vernant, "La bella muerte y el cadáver ultrajado",
en El individuo, la muerte y el amor en la Antigua Grecia,
Barcelona, Paidós. (En internet, editado con anterioridad
en http://www.revistacontratiempo.com.ar
)